por Juan Pablo Martínez
En 1932 Fridrika Siggurdasson llegó desde Reikiavik, Islandia, al puerto de Buenos Aires. Apenas tenía ocho años y vino con su madre. Un tiempo antes había arribado su padre Siggurd, quien, tras unos años trabajando en labores agroganaderas en la Patagonia, consiguió un pequeño campo y criar sus propias ovejas. Los años pasaron y Fridrika se casó con un criollo. La Gringa Federica, como la llamaban, tuvo un hijo con él en 1948 y en 1982 a su primera nieta, Ivana. Era feliz la nórdica con su nieta. Gustaba de pasearla por Bariloche, que era la población más cercana a donde ella vivía y donde se habían asentado su hijo con su familia. Conforme la nena iba creciendo, la abuela le contaba historias folklóricas islandesas y era observada por su nieta con grandes ojos de admiración. Esa carita le hacía acordar a la suya de niña, cuando le contaban lo mismo mientras miraba la aurora boreal o los géiseres próximos a los volcanes. Una tarde de julio de 1987 su nieta tuvo un berrinche típico que cualquier infante tiene. Ella puso su voz más serena y la sentó en su falda. Le contó entonces la historia de Grýla.
Grýla –le dijo– es una señora muy pero muy fea. Y no solo eso, es gigante y vive en las montañas, cerca de un pantano de lava. Ella escucha todo lo que ocurre debajo y tiene un gusto muy feo: le encanta, en cada Navidad, bajar a los pueblos a buscar a los nenes que se portan mal, meterlos en una bolsa, llevárselos y cocinarlos en un estofado en su casa. Y vos, Ivana, tenés que portarte bien. O viene desde las montañas Grýla y te lleva.
Esta dudosa pedagogía, de una estructura común en aquellos tiempos con elementos más autóctonos y simples como el Hombre de la bolsa, surtió efecto en la pobre nena que poco a poco se fue calmando. Cuando volvieron los padres, Fridrika volvió al campo donde había vivido con su esposo, ya fallecido hacía un lustro. Esa misma noche murió de una embolia y fue enterrada en el cementerio de Bariloche.
Algunos días después del fallecimiento de su abuela, Ivana comenzó a tener pesadillas. Despertaba gritando fuerte y, cuando sus padres iban a la pieza, ella les decía que una vieja se la quería llevar, que la miraba desde un rincón oscuro de la habitación. Este dormitorio tenía a un lado las ventanas que daban hacia la zona del Lago Nahuel Huapi, la pared contraria un amplio placard, entre ambos muros se encontraba el respaldo de la cama de la nena por un lado y en el opuesto, junto a la puerta, un sillón donde habían juguetes, peluches y muñecas de Ivana. El padre le mostraba con la luz prendida que no había nadie, incluso moviendo los objetos de lugar para que se quedara tranquila. Su madre se quedaba con ella un rato, pensando que sería algo pasajero. Pero por dos semanas cada noche ocurría lo mismo: los gritos, las pesadillas, el sueño cortado, el miedo de los padres y la supuesta vieja que la estaba vigilando y que se la quería llevar. Cuando, ya cansado, el padre decidió llevarla a un médico para que intentase tratarla, su hija dejó de soñar cosas tan desagradables. Parecía que todo había vuelto a la normalidad, que solo había sido un trauma por la muerte de su abuela, a quien era tan apegada. Pero otras dos semanas después, los malos sueños, los gritos y el pánico volvieron. Los padres no dejaron médico sin visitar, tanto pediatras como psiquiatras y neurólogos, sin lograr respuesta alguna. Todos argumentaban que probablemente fuera solamente un trauma psicológico pasajero por la muerte de la abuela, que pronto pasaría.
Pero un mes y medio de noches cortadas, con su propia hija en ese estado, hace mella en cualquier padre o madre con amor a sus hijos. En su desesperación, no dejaron tampoco médium, adivino, sanador, bruja o curandero sin visitar sin que tampoco les dieran respuestas satisfactorias. Una amiga de la madre a quien le contaron el mal que sufría la pobre Ivana les dio una sugerencia tal vez menor: les indicó por qué no le regalaban un cachorro a la pobre nena, que si realmente había algo real, él la cuidaría. Y, si no había nada real sino que era algo psicológico, la haría sentir protegida.
De puros cansados, los padres adoptaron a un perro callejero recién salido de cachorro. No sabían ya qué probar y cualquier solución les venía bien. Su hija estuvo feliz al ver a su nueva mascota y, tal vez por algún milagro secreto, los problemas cesaron. Por esos rituales tácitos que todos tenemos, incluso en la niñez, Ivana bajaba la mano para acariciar al perro cada vez que tenía miedo en alguna noche oscura, buscando tranquilidad. Este, a su vez, le lamía la mano. Atrás quedaron los malos tiempos, las noches en vela de los padres y el horror de la pequeña.
Diez meses después de esta tal vez milagrosa solución, aprovechando que todo parecía haber vuelto a la normalidad, ambos padres fueron a una cena que oficiaban unos amigos. Ivana, que si bien era chica tampoco era enteramente dependiente, quedó sola en casa. El cambio que obró en ella la tranquilidad de haber dejado atrás sus miedos hizo que incluso ella misma los alentara a ir, diciéndoles que se quedaran tranquilos, que nada malo pasaría si la dejaban sola con su perro en casa. Tras verla dormir, se fueron y la dejaron tranquila, en su cama. El pequeño guardián no se iba de su lado y los seguía con la mirada.
Poco después de la medianoche, una inesperada y fuerte tormenta se desató. El viento abrió los dos postigos de madera que oficiaban de persiana, dejando ver los rayos y relámpagos y haciendo más audibles los truenos. Ivana se despertó, vaya a saber uno por cuál de esos ruidos, y aquella intranquilidad que hacía tiempo no sentía volvió a ella. En un crescendo de ansiedad, volvió a sentir el horror de aquellos tiempos de médicos, brujos y anteriores al tranquilizador perro. Sin saber si era verdad o producto de las luces y sombras de la iluminación y el viento que provenía de afuera, creyó ver algo en los rincones de la habitación. Presa del ansioso miedo, se tapó la cara con la sábana. A los pocos minutos se la quitó del rostro y volvió a mirar: no había nada. Presurosa, bajó rápidamente la mano y, sin poder acariciar al perro, sintió su tranquilizante lamida. Aunque preocupada, logró dormirse. Al llegar el día, la tormenta había terminado y el sol entraba por la ventana. Ivana se despertó y, desperezándose, bajó los pies de la cama. Le extrañó sentir algo parecido a una alfombra viscosa y húmeda bajo las plantas de sus pies. Al bajar la vista, el pánico, el asco y el horror se apoderaron de ella: el pobre perro estaba hecho un guiñapo sanguinolento en el suelo. Los gritos de la nena hicieron que los padres fueran corriendo a la pieza y se aterraran junto a ella. Mientras la abrazaban, los dos adultos leyeron en la pared opuesta a la ventana, arriba del placard, escrito con sangre (aunque solo el padre comprendió, porque también su madre lo había asustado con aquella vieja monstruosa).
(*): Este cuento integra el primer libro de Martínez, titulado “Liber Horroris” (Editorial Gualicho). Se lanzará el 11 de este mes.